De política y cosas peores / Pena capital

AutorCatón

Hasta donde sé, la última vez que en México se aplicó la pena de muerte fue en mi ciudad, Saltillo. Debe haber sido a principios de la década de los 60. Yo era reportero novel, y seguí de cerca el triste acontecimiento. La justicia militar condenó a morir fusilado a un joven soldado que cometió un delito que se castigaba con la última pena. Jamás olvidaré su nombre: Isaías Constante Laureano. El fusilamiento tuvo lugar en el patio central de la Penitenciaría del Estado. No se nos permitió a los periodistas estar presentes en la ejecución, pero se nos informó la manera en que se llevó a cabo. Fueron traídos seis soldados de otros tantos destacamentos, y el capitán a cargo del procedimiento sorteó seis balas entre ellos y les dijo que una era de salva. Así todos pensarían que esa bala era la suya y ninguno sentiría el cargo de conciencia de haber dado muerte a un compañero. Desde una oficina del reclusorio los reporteros pudimos escuchar la descarga que privó de la vida al infeliz en una madrugada nebulosa. No fuimos autorizados, desde luego, a ver el cadáver del ajusticiado, pero mi periódico publicó al día siguiente, en primera plana, la fotografía del cuerpo bajo un escandaloso titular: "¡Así quedó el fusilado!". Días antes el fotógrafo había retratado al reo mientras dormía en su celda, y con algunos retoques esa foto se hizo aparecer como la del muerto. Había que vender papel, se decía en la jerga periodística. Desde entonces, y creo que desde siempre, me inspiró repugnancia la llamada pena capital. Recuerdo que sentí náuseas al leer Los dioses tienen sed, de Anatole France, donde se describen las muertes en la guillotina durante los días del Terror que siguió a la Revolución Francesa. Don Mariano Jiménez Huerta, sabio maestro mío de Derecho Penal en la Facultad de Derecho de la UNAM, execraba la pena de muerte, por irreparable, y nos hablaba de cierto tribunal italiano en cuya puerta...

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